A veces pueden parecer tópicas las expresiones “icono del rock”, “estrella
del rock”, “leyenda del rock”, u otras similares.
Cuando se acude a un concierto de uno de esos iconos, estrellas, leyendas del rock y
se ve salir a escena a un tipo pálido, alto, delgado, desgarbado más bien; mayorcito,
64 años pero aparentando aún más; con aspecto de jubilado británico, quizá ex
profesor universitario afincado en Gandía o Torrevieja; pelo blanquísimo y descuidadamente
alborotado; en pantalón de chándal y con una amplia camisa de jubilado, que no de
rockero, de manga corta con sus largos y finos brazos al aire; con
aspecto tímido; con papeles en una mano y una copita de vino tinto (quiero
creer) en la otra; con gestos y expresiones mezcla de Jacques Tati y Stan
Laurel; entonces uno piensa:
a) Me he equivocado de sala.
b) Me he equivocado de día.
c) Ha habido un cambio de última hora en el
cartel.
d) Me han tomado el pelo.
e) ¡Qué pena, cómo pasa el tiempo!
Claro que si ese, por qué no decir, anciano, se transforma cada vez que arranca a tocar con absoluta precisión el piano o la guitarra; si todo lo que parecía fragilidad se torna energía casi juvenil; si además empieza a cantar, con una voz delicada y potente, con toda clase de registros graves y agudos y con infinidad de matices; si las canciones no son canciones, sino obras de arte; si se entrega por completo en el desarrollo y representación de cada tema de forma que parece olvidar o no le importa dónde se encuentra para, finalmente exhausto, resoplar de alivio tras el último acorde; si su estilo, si es que no es una falta de respeto intentar definirlo, es una mezcla inteligente de progresivo, punk y diría que hasta de cabaret; si con lo poco que, lamentablemente, algunos entendemos de inglés, se intuye claramente la profundidad de sus letras, que no en balde también es autor de libros de poemas e historias cortas; si a pesar del ruido de fondo de botellines y copas que caracteriza en determinados momentos a la sala Clamores, los allí presentes la noche del pasado sábado parecíamos víctimas de una hipnosis colectiva con epicentro en el escenario; si todo esto que recuerdo es cierto y no lo he soñado, entonces no cabe ninguna duda: lo de “icono”, “estrella” o “leyenda” del rock no es que no sean tópicos en este caso, es que se le quedan pobres; aquel tipo, un tal Peter Hammill, es un genio; sencillamente.